El niño y la garza, de Hayao Miyazaki, Oscar a la Mejor Película de Animación 2024.
Desafiado por una garza parlante, Mahito
Maki, un niño de once años, emprende la búsqueda de su madre en el mundo de la
muerte. La madre ha fallecido tres años atrás, en un hospital de Tokio que se
incendió por causa de un bombardeo, pero la garza le anuncia que está viva. Shoichi,
el padre del niño, que es propietario de una fábrica de partes de aviones de
guerra, ya se ha casado con Natsuko, la hermana menor de la madre muerta, que
está esperando un hijo y a la que Mahito se niega a aceptar como su madrastra. El
viaje se inicia en una torre abandonada, en un pueblo lejos de Tokio, que le
abre las puertas a Mahito hacia un mundo en donde la experiencia del duelo es
un proceso de aprendizaje. En ese mundo, el niño es guiado por la garza y, en
un momento fundamental de la historia, por Lady Himi, una muchacha con poderes mágicos.
Hayao Miyazaki nos entrega El niño y la garza (2023), una conmovedora película
de animación artesanal, que nos seduce, durante el viaje de aprendizaje de un
niño, con su fascinante poesía visual. Son los tiempos de la Segunda Guerra Mundial
y estamos en Japón. La escena del incendio del hospital y la angustia por
rescatar a su madre, reflejada en el rostro y la carrera inútil de Mahito, es la
pintura del infierno que queda grabada en la memoria del niño como un terror
recurrente. Años más tarde, en el pueblo de la antigua casa de la madre, el
paisaje natural del bosque y el río es un remanso que anuncia un tiempo bueno. La
torre abandonada —parecida espiritualmente al parque temático abandonado que
vimos en esa otra maravilla de Miyazaki que es El viaje de Chihiro
(2001)— encierra el misterio del viaje de maduración, en medio de lo elegíaco,
la tristeza y la esperanza, que conducen a Mahito al descubrimiento de sí mismo.
Ya en el mundo onírico de la muerte, en donde Mahito busca a su madre, la poesía
visual de Miyazaki se multiplica. El paisaje brumoso de los barcos, en medio
del cual Mahito es guiado por la joven Kiriko, es una metáfora visual sobre el
mundo de los muertos y, al mismo tiempo, sobre el tránsito que Mahito llevará a
cabo para sanar de su orfandad. La bandada de pelícanos enloquecidos que atacan
al niño es el núcleo de una pesadilla abrumadora y el terror se complementa con
esa multitud barroca de pericos que se comen a las personas y que obran desde
su naturaleza destructiva sin conciencia del mal. El niño y la garza es
una elegía animada que conjuga lo imposible de la fantasía con la urgencia
afectiva que representa, para un niño, la asunción de la pérdida de su madre; el
filme se presta para un sinnúmero de interpretaciones por la polisemia de la aventura
vital de Mahito que está atravesada por ese placer visual de lo onírico en el
que nos envuelve la poética de la animación de Miyazaki.