José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

martes, agosto 11, 2015

En memoria de mi ñaño Tito



Guayaquil, 31 de marzo de 1946 - 6 de agosto de 2015

 
Ya sabemos que el tiempo de la vida es apenas
extensión de una mirada y su asombro
armadura de una sonrisa y su música
cascada de tantas caídas bañadas de luz
nubes que se deshacen en nuestras manos
leños que arden, lluvia de fuego, llamarada.

Ya sabemos que la campana toca sin previo aviso
borra el horizonte con un ramalazo de sombra
apaga el sol que nos encendió el día del fin,
gota sobre la mecha de nuestra vela encendida,
clausura el ritmo de nuestros pasos y el orgullo
ya sin camino, hilachas de poder desvanecidas en aire.

Ya sabemos que una tumba es reservorio del polvo
cofre que contiene la nada que seremos, restos
envueltos en la sábana del adiós infinito
mortaja del llanto del que se queda huérfano,
estremecimiento último de la carne yerta, latidos
silenciosos, desvanecidos en el viento de lo eterno.

Ya lo sabemos con jactancia, hermano mío,
pero toda filosofía es duda y estremecimiento
vanidad de la palabra, tránsito de abstracciones
aurora y crespúsculo del devenir de los conceptos.
Lo que no sabemos es la certeza que encierra
la fe sin teologías de la oración del carbonero.

Lo que no sabemos es la trascendencia, retazo de nube
y el sol de tu sonrisa en el cielo de Guayaquil, perfume
de lluvia en la tarde de tus palabras enhebradas hacia la noche
luna que besa el asfalto en el que persisten tus huellas
firmamento entre cuyos luceros navega tu nombre:
Tito de alma liviana, hermano mío, mi lumbre inextinguible.

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