José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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lunes, mayo 15, 2023

Magnificat

A comienzos del mes, en un grupo de WhatsApp de académicos al que pertenezco, se suscitó una controversia debido a que una persona empezó a enviar, diariamente, una oración por el Mes de María y otra dijo que no soportaba los mensajes religiosos. En los grupos de WhatsApp, mientras el mensaje no sea ofensivo, cuando uno lee algo con lo que no está de acuerdo, simplemente, lo pasa; no hay necesidad de censurar las expresiones de los demás. Estoy convencido de que el laicismo implica el respeto por todas las creencias religiosas y la libertad que tiene cada cual de expresarlas.

Creo que la poesía es también expresión de la fe del bardo y de su aldea y que la palabra poética puede trabajar en comunión espiritual con lo místico; por lo tanto, celebrar en un poema el sentido liberador, en términos teológicos, de las palabras de María es tan válido como cualquier otra fuente de la que bebe la poesía.

Mi poemario Missa solemnis (2008) se abre con el Magnificat. En el mes mariano, comparto este poema que dialoga intertextualmente con el cántico de la Virgen durante la visitación a su prima Isabel, ambas embarazadas de Jesús y Juan, el Bautista (Lucas, 1:39-56).

 

Fra Angelico, Visitación, (Predela del retablo de La Anunciación, 1433, Museo Diocesano de Arte Sacro, Vizcaya, España.
 

1

Soy solo una mujer que aún no ha conocido varón

entregada a la voluntad de Aquel que todo lo puede

sierva que recibió en la morada sencilla de las nazarenas

la voz angélica que anuncia la llegada de un tiempo nuevo

cielo rebelde que nos baña de luz lo mismo que nos cobija

bajo las sombras de la noche dulce, propicia para el amor.

 

Celebra todo mi ser la grandeza del Señor

y mi espíritu se alegra en el Dios que me salva.

 

En Ti confío soplo de viento que me mantiene alerta

lumbre que ilumina mi sosiego

hálito que baña mi ánima combatiente

voz de las alturas a cuyo llamado solo respondo que sí.

 

Tú que convertiste las aguas abiertas del Mar Rojo en tumba

de los opresores de tu pueblo conducido por Moisés;

Tú que guiaste la mano de Yael para aniquilar a Sísara, sangriento

capitán de los cananeos, verdugo coronado por nuestros pecados;

Tú que depositaste las palabras de júbilo en los labios de Débora,

abeja de la justicia que fabricó la miel divina de nuestra libertad.

Tú que insuflaste vida en el vientre estéril de Ana, madre de Samuel,

oración de esperanza para los esclavos de sí mismos y de los demás.

Tú que hiciste de la belleza de Ester el arma de tu gente

siempre amenazada en la diáspora por la conjura de tus enemigos.

Tú que guiaste el astuto brazo de Judit que decapitó

la lascivia de Holofernes para alabanza de tu nombre.

 

En Ti confío y a Ti me entrego como Rut, la moabita, y su viudez

extranjera que en Belén fundara la dinastía de la casa que me acoge

íngrima bajo el firmamento, vencidos mis miedos, apacienta mi alma

dulce regocijo de eternidad ofrendada, Señor, a tus requerimientos.

 

En Ti confío y a Ti me entrego libre porque soy una mujer bendita

como todas las mujeres que cuidan esta tierra y la pueblan con tus hijos.

 

2

Yo, la que llora sin consuelo la sangre de los inocentes

derramada con la violencia del Imperio por causa del Hijo,

muertes que acompañan la permanencia de quien dará su vida;

la que cuida del niño extraviado en el Templo y se asusta

ante la sabiduría de sus palabras y el asombro de los sacerdotes,

prédica que sana la aflicción de los pobres de la tierra;

la discreta que en su corazón intuye que del agua tocada

por la mano del Hijo proviene el mejor vino de la boda, milagro

que anuncia el regreso al Paraíso de los descendientes de Eva;

la que perfuma los pies de mi Señor con bálsamo fino

para escándalo de los corazones adheridos al polvo,

presencia efímera de la divinidad encarnada en un hombre;

la que recibe en su rostro los escupitajos y en su cuerpo

las piedras arrojadas por la mano furiosa de los crueles,

sacrificio de mujer que se enfrenta a la insolencia de los poderosos;

la que andará sola en la vida y sola frente a la muerte

piadosa acunará el cadáver del Hijo en sus brazos,

madre que sobrelleva en sí todo el dolor del hombre.

 

Porque quiso mirar la condición humilde de su esclava,

en adelante, pues, todos los hombres dirán que soy feliz.

 

3

El Señor bendice al pueblo que conmigo habrá de padecer

peregrinos de corazones hambrientos de eterno maná

diáspora de los que no encuentran refugio en su propia casa

procesión infinita de los perseguidos por causa de su nombre.

Me entrego a Él sin condiciones en nombre de sus hijos

humildes que no descifran los signos milenarios de la Torah

mas llevan en su espíritu el calor de su palabra encendida

horno en que se cuece la transitoria felicidad de la tierra.

Él acoge mi entrega a la misión dolorosa que me da

se apiada de las almas de pan ázimo a las que desprecian

doctos de la Ley que cultivan la soberbia y del Señor olvidan

que sus favores alcanzan a todos los que le temen y prosiguen en sus hijos.

 

4

No el palacio del Rey sino la casa del carpintero

escogió mi Señor para su morada terrenal.

 

Yo no atino sino a balbucir, en gratitud, que somos

pasajeros de esta tierra en corto viaje a la eternidad

que todo se acaba, todo se esfuma y en el aire

queda lo que vale para celebración de la vida.

La barata de los mercaderes es nuestra tentación

compra de felicidades que se convertirán en polvo

mientras lo inasible del espíritu se vuelve carne

alimento de salvación para el hambre del pueblo.

 

Su brazo llevó a cabo hechos heroicos

arruinó a los soberbios con sus maquinaciones

 

ensalzó a los humildes de discreta sonrisa

nos liberó de las cadenas que impuso el Imperio.

 

5

Canto la libertad de mi gente

vestida de luto y cadenas en Egipto

satisfecha de maná en el desierto,

hoy habitamos en la promesa del Padre.

 

Sacó a los poderosos de sus tronos

y puso en su lugar a los humildes

 

porque todo poder habrá de perecer

para que se cumpla el ciclo de la vida.

 

Canto la victoria de mi pueblo

bienaventurado porque busca la justicia

perseguido por la causa de mi Señor,

hoy se alimenta de su esperanza en Él.

 

Repletó a los hambrientos de todo

lo que es bueno y despidió vacíos a los ricos

 

porque el pan de vida nos sacia y serena

felices los que guardan sus penas del ayer.

 

Canto la gesta de los pobres

zelotes herederos del rugiente Judas

el Macabeo purificador del Templo,

hoy resistimos con la bendición del Padre.

 

De la mano tomó a Israel, su siervo

demostrándole así misericordia

 

porque el reino llegará y la memoria guerrera

regará la semilla de nuestra tierra de paz.


domingo, octubre 24, 2021

Liturgia de poesía, vida y fe

           


«¿Qué es la poesía / sino un estado de gracia?»[1], se interroga la voz del poeta y nos entrega la imagen de Adán, en el gesto de aquel que emerge al mundo, en el fresco celestial de la Capilla Sixtina, y del que, en ese nacimiento, del cuerpo frágil y fugaz, está tocando la gracia divina y se vuelve inmortal en la eternidad del arte. Ese estado de gracia se sostiene en la mirada del mundo y sus cosas sencillas, en la contemplación de la naturaleza como la obra de Dios, en la aceptación del ser finito y trascendente a la vez; en la escritura poética como don y ofrenda: «…lo mejor de la vida / lo iluminó / un estado de gracia / que emergía de nuestra propia NADA»[2]. Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es liturgia de la poesía, celebración de la vida y de la fe de su autor. Un poemario para meditar sobre el arte, la finitud del cuerpo y la trascendencia del espíritu.

            El libro se abre con la «Poética 1», cuya voz lírica interpela el sentido de lo fugaz y de lo eterno a partir de imágenes de lo natural cotidiano como el gusano y la mariposa, la estrella y la luciérnaga. El poema trabaja la paradoja de la existencia de la fugacidad y lo eterno en la naturaleza misma que envuelve la existencia humana: «Fugaces las palabras, pero también eternas, / Eterno el vuelo de la gloria y, sin embargo, efímero»[3]. Así, la fuente de Narciso se empaña un instante por la muerte, que es eterna, y el aleteo de la mariposa, que es fugaz, condensa en su vuelo el sentido de toda una vida. El poemario es una liturgia de la poesía atravesada por la memoria que perdura en la palabra de quien es efímero en el tiempo y en la noción paradójica del ser eterno y fugaz.

            Hay un verso en esta sección que es el testimonio de la eternidad del amor del hijo en el tiempo finito de la existencia física de la madre: «la imagen de la madre vuelve siempre, no importan ni los años, ni la muerte»[4]. La línea poética, de intenso lirismo, nos lleva a los dolidos versos de «Fragmento del libro de la madre» (2005), elegía que comienza con una imagen que da cuenta de la intensidad de la pena: «La vida, madre, como una espada / me ha partido en dos» y, termina, en el abrazo dolido del hijo y la madre que se enfrentan a la separación definitiva: «Porque la vida en este golpe, madre, / nos ha cortado, en dos, como una espada»[5]. Esta permanencia de la madre en la vida del poeta se halla también en el «Introito», de la Misa, en donde su presencia es fuente de gratitud y espacio en el que cabe el transcurrir del hijo: «Ana, tres letras, apenas, / y todo un universo vivo en ellas»[6].      

            Estamos, asimismo, ante un libro que celebra la vida del ser humano, pletórica de arte, en el tiempo de su ocaso y expone la condición precaria del cuerpo frente a su propia fragilidad. En «Gripe», los síntomas convierten al cuerpo en un amasijo de carne en indefensión; la metamorfosis que ocasiona la fiebre lleva al cuerpo a un estado de postración en el que la condición humana parece devenir monstruoso insecto vapuleado por el peso de la existencia:

 

Larvado, orugado, envuelto en mi propia fiebre y mis pequeños

dolores absurdos,

siento que viene la metamorfosis, llega:

nunca crisálida, mariposa jamás,

talvez solo transformación de la parentela de Gregorio Samsa.[7]

   

            No obstante, esa angustia que se concentra en los silencios nocturnos de un hospital, como un claroscuro de la vida misma, se transforma en esperanza con la claridad del día siguiente. Hay una reminiscencia romántica que, con nostalgia, expresa su fe en la vivacidad de la naturaleza. Los elementos de un mundo bucólico emergen de las sombras nocturnas e irrumpen en la urbe y el hospital, esa institución que democratiza el dolor y la enfermedad, para instaurar la esperanza vital: «Pero el amanecer se llena de sonidos de pájaros. / Llegadas son la luz y la armonía»[8].

            El arte atraviesa la vida del poeta. La danza es añorada desde la imposibilidad del cuerpo propio para desplazarse en el vuelo, la gracia y la fuerza del sublime movimiento de las bailarinas, de los bailarines; arte del cuerpo estilizado que provoca la admiración y la envidia retórica del poeta con su cuerpo sedentario a la espera del milagro de la belleza en movimiento:

 

Yo, tan terreno, mi Dios, tan afincado en este mundo

de polvo y de raíces, he sufrido el gozo

de estas envidias, como codicié la magia de Nureyev

y su princesa Aurora, la señora Fontayn,

como miraba boquiabierto

el aleteo de la inmortal Alicia Alonso

y me deleitaba con la menuda figura voladora

de Barishnikov en El Cascanueces.[9]

 

            Es también en el canto operático en donde sucede el milagro. Yo soy el humilde servidor del Genio creador. ¿Quién que anhela el arte no sacrifica su propia libertad en el ara de la creación artística? El poeta rememora la romanza de Adriana Lecouvreur —el hablante lírico nombra a Mirella Freni como intérprete— como punto de partida de la palabra poética que conjuga la música, el canto, la poesía y sus artistas: «seres fugaces / como todo lo humano / seres eternos, hacedores del arte»[10]. Y, asimismo, es la música la que todo lo llena con su belleza pura. En la búsqueda ansiosa del poeta de un concepto que defina el amor, aquel ensaya múltiples aproximaciones; una de ellas enlaza al amor con la música, creando un vínculo esencial: «Esa emoción que te inunda / y te quita la palabra, pero te llena de música por dentro»[11].

            Finalmente, la poesía de Dávila Vázquez es una conmemoración de la fe de su autor a través de la palabra poética, que es también la palabra profética que agradece la presencia de Dios en la vida y en la trascendencia del ser humano. La sección central del poemario, «Misa del cuerpo en el ocaso», nos remite al prefacio de La palabra, el silencio (2004), de cuyos poemas Jorge dijo: «Son un público acto de fe, y también un conjunto de mínimas plegarias y meditaciones»[12]. En dicho poemario, el poeta se entrega a Dios, en culto poético, desde un comienzo: «Señor: / No soy Moisés, / sin embargo / la zarza ardiente / aún crepita / en mi sangre»[13]. Recorre la vida de Jesús y nos ofrece unas imágenes de la pasión que terminan con el reconocimiento del sentido que tiene el santo sepulcro, esa tumba vacía que «es nuestro signo, / nuestra fe inconmovible / nuestra esperanza / de resucitar / también / con Él un día»[14]. Es, justamente, esta certeza de la fe, la que va a estar presente en la ceremonia del cuerpo, en decadencia física, confrontado con su final.

            La misa poética se abre con una invocación. El poeta presiente la cercanía inevitable del fin del cuerpo, la voz habla desde la aceptación de esta realidad que nos iguala a todos, con palabras que estremecen por el eco moral que generan en quien las lee: «Hay luz, todavía, es verdad, / pero ya nunca más ese esplendor de la mañana»[15]. El cuerpo y sus males físicos, la memoria del dolor y esa parte oscura de nosotros mismos que es inconfesable. Esta certeza de finitud demanda una estancia final de la palabra, una manera de meditar sobre la vida, de cara a la muerte: «¿Tendré la fuerza para entonar mi cántico, / quizás el último, antes de acogerme al silencio, / que me tienta y persigue, persigue y tienta, / desde hace tiempo?»[16]. Pero, el poeta cree en la trascendencia del ser humano, cree en la redención del espíritu luego de que la vida terrenal se haya consumado. Por eso, su voz se eleva en los versos finales del «Introito», como se elevaban las plegarias de los profetas atormentados:

 

Y en el todo y la nada,

en el sonido y el silencio,

revelándose sutil, perennemente,

Tú, mi Señor,

mi sostén en la caída,

mi secreta llama

en medio de las sombras… ¡Tú![17]

 

            En la liturgia, en el momento de aceptar nuestra condición de pecadores podemos reconocer que en el milagro de la cruz reside la redención del género humano. El poema «Confiteor» es un texto hermoso por la estremecedora verdad de sus versos. La palabra poética desnuda el alma del poeta contemplando la vida desde el ayer en un instante en que el cuerpo mira a la muerte en el mañana: «Confieso que he sido / siempre débil ante todo / lo hermoso». Confesión tremenda, en términos de la ortodoxia católica, que cuestiona el sentido mismo de la moral del catecismo y la vuelve ancilar de la estética, que descree de aquella. El poeta, además, reconoce lo que guarda, inconfesable, en sí mismo: «me atrincheré en silencios / duros e indomables, / de los que ya no lograré / salir jamás»[18]. Por eso, su fe en la redención lo lleva a invocar al Único capaz de perdonar esa condición de pecador que se confiesa, que se arrepiente, con humildad y recogimiento: «y tiéndeme tus brazos / para que no caiga en lo oscuro / sino me llene de la luz inmortal / en la hora última»[19].

            Pero en medio de la decadencia de la carne que clama por la piedad divina, existe un cántico a la naturaleza, lo humano y el arte en el «Gloria». Las pequeñas manifestaciones de la naturaleza: una flor, un arroyo, el trino de las aves; la sencillez de la vida del ser humano: su infancia y la esperanza; y en la belleza, que todo lo envuelve, del arte en sus variadas expresiones: las piedras del gótico, los frescos de Miguel Ángel, la música sacra, toda la música, siempre, la poesía mística y la letra del ingenio literario del mundo. Al final, el poeta glorifica a Dios en lo bello, ese concepto que encierra su condición de pecador y que, al mismo tiempo, lo redime, expandido en la plenitud del arte:

 

en todo cuanto habiendo sido

sueño, imaginación,

se encarnó en obra de arte. ¡Gloria a Ti, Señor,

Uno y Trino,

Tú, que iluminas

la mente y el corazón del hombre,

desde siempre

hasta siempre, Gloria![20]

 

            El poema es un cántico de gratitud del poeta que da en ofrenda su palabra, que alaba la obra del Creador y llega al éxtasis en el momento esencial de la fe, que es la consagración. Esta liturgia poética es una reafirmación de una fe que se ha construido en la belleza del arte, en la contemplación de la naturaleza, en la vivencia de las cosas sencillas del mundo y en los afectos del amor cotidiano. El poeta vislumbra al universo en su eternidad como el espacio infinito en donde se realiza el sacramento de la fe:

 

Cuando, desde la eternidad

se escucha la fórmula sagrada:

«¡Este es mi Cuerpo, mi Sangre es esta!»,

se estremecen las galaxias,

tiemblan los siglos

y, sin embargo, el milagro se repite

a cada instante y en los lugares

más remotos que imaginarse pueda.[21]

 

            Hacia el final de la liturgia, luego del sacrificio del cordero pascual, que en el poema es la ratificación de la inocencia que carga en sí la culpa del mundo para la redención de ese mismo mundo, nuevamente aparece el cuerpo cercado por la enfermedad, abrumado por su propia decadencia física, enfrentado a la única verdad sin atenuantes que es la muerte. Pero la fe en Dios es lo único que conduce a la trascendencia del espíritu. La belleza de lo tremendo, que es una de las posibilidades del arte, se magnifica en esta estrofa de «Ite, Missa Est» con la imagen del cuerpo desvaneciéndose, convirtiendo su llama en humo:

 

Y, lentamente, el cuerpo

se irá consumiendo como un cirio,

desaparecerá en el aire

como una nube de incienso,

como un puñado de sal en el mar,

como unas lágrimas

en medio del desierto.[22]

 

            Misa del cuerpo, de Jorge Dávila Vázquez, es un testimonio de la perenne búsqueda de la poesía a través de la palabra, de la necesidad del poeta en decir lo suyo, a pesar de todo el arte que existe, a pesar de toda la poesía que ya nos ha sido revelada: «¿Para qué escribir si todo ya está dicho: / en tu presencia, en tu ausencia, / tu palabra y también, dolorosamente, tu silencio»[23]. El poeta no se resigna a la mudez e interpela a la poesía y a las posibilidades del verbo, a las bellas resonancias de esa palabra que, en este poemario, ha sido consagración, plegaria, instante fugaz del poema en la eternidad de la poesía.



[1] Jorge Dávila Vázquez, Misa del cuerpo (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2021), 113.

[2] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 125.

[3] Jorge Dávila Vázquez, Misa…, 28.

[4] Dávila Vázquez, Misa…, 29.

[5] Jorge Dávila Vázquez, Río de la memoria (Cuenca: Sínsula Editores, 2005), 97 y 101.

[6] Dávila Vázquez, Misa…, 82.

[7] Dávila Vázquez, Misa…, 37.

[8] Dávila Vázquez, Misa…, 39.

[9] Dávila Vázquez, Misa…, 48.

[10] Dávila Vázquez, Misa…, 73.

[11] Dávila Vázquez, Misa…, 61.

[12] Jorge Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», en Temblor de la palabra. Antología poética (Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2009), 279.

[13] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 281.

[14] Dávila Vázquez, «La palabra, el silencio», 309.

[15] Dávila Vázquez, Misa…, 81.

[16] Dávila Vázquez, Misa…, 79.

[17] Dávila Vázquez, Misa…, 84.

[18] Dávila Vázquez, Misa…, 86.

[19] Dávila Vázquez, Misa…, 87.

[20] Dávila Vázquez, Misa…, 93.

[21] Dávila Vázquez, Misa…, 104.

[22] Dávila Vázquez, Misa…, 109.

[23] Dávila Vázquez, Misa…, 71.


domingo, marzo 27, 2016

Resurrección y Ascensión de Cristo (según el Evangelio apócrifo de santa María Magdalena)




1

¡Resucitó, resucitó! ¡Aleluya!

¡La tumba de Jesús, el carpintero, está vacía!
Testimonio fresco de piedras antiguas 
bramido de la palabra en la oquedad del silencio.

¡Aleluya! ¡Resucitó! ¡Aleluya!

¡El sepulcro del hijo de María no conocerá olvido!
Lienzos impregnados de mirra y aloe en abandono
fragancia de la muerte anonadada en su extravío.

¡Aleluya, aleluya! ¡Resucitó!

¡La cripta del cordero es huella de redención!
Gruta de vida burlando su condición de finitud
eco perdurable que alcanza nuestra caída sin fin.

            ¡Resucitó! ¡Aleluya! ¡Resucitó!


2

¿Dónde te hallas Rabboní, mi bienamado?

Caminé con mis heridas expuestas y tu palabra me procuró alivio
te seguí hasta el calvario junto a tu madre dolorosa y hoy ya no
estás.
¿Acaso el guardián del huerto desalojó tu cuerpo yerto?

Lloro porque nada de ti me queda en esta tierra baldía
quiero los restos inertes que fueron arrancados de mi duelo.

¿Eres tú Rabboní, mi bienamado, esa presencia cuya luz me ciega?

Me pides que te suelte pues dices que aún no has regresado a tu
Padre
te arranco de mí con el dolor de haberte perdido y volver a perderte.
¿Creerán la palabra de esta pecadora esos hombres rudos de
corazón?

A mi Maestro ya no hay que buscarlo entre los muertos:
yo proclamaré los sucesos de este sepulcro derrotado por el Amor.


3

¡Que apresuren su llegada a tu sepulcro los que te negaron!
Aquellos que envenenan con dudas lo que dice una mujer.
¡Que toquen la huella abierta de tus heridas los incrédulos!
Los que ignoran la purpúrea pasión de la rosa en la palabra rosa.

Eres una llama transeúnte que baña de luz
la condición ambulatoria del hombre
fuego vivaz para regocijo de errantes huérfanos
—existencia desértica bañada de tu ausencia
sin tierra prometida donde encontrar reposo.

¡Echen con fe las redes que resistirán al peso de la pesca!
El Tiberíades dará ciento cincuenta y tres piezas para hartarnos.
¡Es el Señor pero no lo saben con certeza, es Él y lo dudan!
Los llamados a perpetuar la vida del Señor en su palabra.

Llama que guía mi peregrinación sin tiempo
padezco la sed del extraviado en el desierto
fuego que acompaña al que apacienta tus ovejas
—existencia desolada que buscará en vano
tu rastro de eternidad y el pan de los hombres.



4

El llanto de tus mujeres te arrebata de la muerte
elegía que vence la consumación de las horas de los hombres.
Llanto de madre que emerge desde el arcano del vientre
desgarrado refugio de la semilla que nos perpetúa.
Grito de mujer que sube desde el pálpito vital de sus entrañas
hogar en el que mora el sentido de la existencia.
Volcanes en movimiento, bocas de fuego que nos alumbran.

Desde que volviste victorioso para que tu amor se quedara
vencer a la muerte es el imperativo sin fin de los hombres
sobrevivientes por la palabra y su poesía, heridos de olvido
nada que cubre con su eternidad a la mudez del cuerpo.
Tus mujeres de indómita sabiduría irradiamos vida
memoria del verso que conjuga el milagro de la resurrección.

Los peregrinos de Emaús arrastran sus pies polvorientos y tristes
esperaban que fueras el libertador de Israel y aún lloran tu derrota.
Caminas a su lado mas no lo saben y atragantan su dolor en el
silencio
ignoran que el padecimiento era necesario para el anuncio de tu
gloria.
¡Ahora todos somos peregrinos con el peso de la libertad a cuestas!

Compartes la plenitud de vida nueva en la alegría ancestral de tus
mujeres
corazones de eternidad saciados con la repartición de nuestro pan.
Yo no requiero palpar tu costado para saberte vivo, Rabboní,
me basta la memoria de tu sonrisa y tus ojos que iluminan mi piel.

Derrotaremos a la muerte con la piel restaurada de tus
renacimientos,
una y otra vez las heridas habrán de cicatrizar para nuestro júbilo
en el fuego de cada retorno que incendia las sombras y las
desvanece.

Yo te llevo en este cuerpo que te acompañó durante las prédicas,
flor del arenal caliente tocada por la gota de milagro que me sacia.

No soy digna de que entres en mí pero habitas esta casa con tu
amor.

 
5

¿Cómo quieres que crean sin tocar las huellas
de la crucifixión en tus manos y pies
si sólo son hombres que deben
apacentar tus corderos huérfanos?
Dirán de mí que soy la meretriz arrepentida
del placer que tomaron de un cuerpo de mujer
los mismos hombres que la condenan y lapidan
pero soy la que siguió el rastro de tu palabra hasta la hora del
calvario.

¿Cómo anhelas que crean sin compartir
el pescado asado y el panal de miel
si sólo son hombres que viven
el día de lo que atrapa su pobre red?
Dirán que soy la que abandonó la cocina
natural morada y trabajo de las mujeres
para refugiarme bajo la higuera de tu cuerpo
pero soy la que cincela su amor en la vigilia de tu sepulcro.

¿Cómo pretendes que crean sin que el espanto
bañe de verdad sus rostros curtidos
si sólo son hombres a los que confías
atar y desatar las almas ancladas en este mundo?
Dirán que ungí con perfume de nardo tus pies
cansados por tu prédica en Betania, que desperdicié
trescientos denarios para beneficio de los pobres
pero soy tu enviada primera, apóstol que proclama tu victoria final.

Perdona sus dudas, Rabboní, mi bienamado,
¡Que tan sólo son hombres!
¡Que son hombres tan solos!


6

Cuarenta días después de abandonar a los muertos
vamos a Betania en procesión de silenciosa alegría.
En tu hora, Rabboní, estás junto a tu Padre,
arrebatado ante nuestros azoramiento y envuelto en nubes
elevas tu antigua humanidad en etérea transfiguración.

Terminó tu prédica en el desierto de todos los días
ahora la Gloria
peregrinación celeste hacia la semilla de origen.

Esencia de Dios y el hombre
eres Otro
fragancia que impregna el aire y nos cubre.


7

Tu discípula amada
de la que proclamaste lo que se oculta
conoce que al perderte nuevamente te gana para la Eternidad.

Este es el testimonio de María, la de Magdala,
mortal que yacerá en su finitud a orillas del Tiberíades
amortajado su cuerpo con el lienzo acariciante de tu Amor.


De Missa solemnis (Quito, Planeta, 2008)