José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, mayo 04, 2014

De la tierra al cielo, 100 años con Cortázar



“De la tierra al cielo: 100 años con Julio Cortázar”, propuesta de lectura artística de Rayuela, de Julio Cortázar, concebida por Rogelio Cuéllar y María Luisa Passarge.
   
     “A su manera este libro es muchos libros pero sobre todo es dos libros”. Así comienza el “Tablero de dirección” de Rayuela (1963), de Julio Cortázar (1914 – 1984), la novela emblemática del vitalismo de toda una generación. La condición lúdica de Rayuela está no solo en las posibilidades de lectura que plantea su autor, sino en la multiplicidad de significados que derivan de las disquisiciones teoréticas  incluidas en ella y, sobre todo, de los juegos intertextuales generados en y por la propia novela. Rayuela, en esta oportunidad, dialoga con la obra plástica de cincuenta y cinco artistas plásticos de México que han construido cinco rayuelas y dos artistas que fraguaron la puesta en escena.
El fotógrafo Rogelio Cuéllar y la editora María Luisa Passarge convocaron a los artistas para que, de acuerdo a su personal evocación de lo que fue para ellos la lectura de Rayuela, transmutaran en obra plástica cada una de las once casillas de las cinco rayuelas que armaron, según el modelo aparecido en la portada de la primera edición de la novela. La puesta en escena es una apuesta lúdica que interpela diversos lenguajes artísticos: el de las artes plásticas, el de la fotografía y el de la palabra. Un singular homenaje desde el arte y la literatura que celebra los cincuenta años de la novela y el centenario de su autor.
Los materiales utilizados por los artistas fueron múltiples también: óleo, acrílico, vidrio, hoja de plata, yeso, chapopote (asfalto), ceniza y aluminio. Cuéllar, además, fotografió a los artistas participantes de esta singular experiencia estética junto a su obra y a cada uno de ellos se les pidió que, en una hoja de cuaderno de dibujo, trazaran a mano alzada la rayuela que a bien tuvieran. Así, en el montaje de la exposición, tenemos las rayuelas, las fotografías de los autores que sostienen sus pedazos del juego, y el dibujo de su rayuela. Pero eso no es todo.
Además, acompañan a la exposición, once textos literarios de otros tantos escritores que, como si saltaran en los cuadros del juego, se acercan verbalmente a los intersticios de múltiples resonancias emanados de la propia Rayuela, que es una novela que resulta de la experiencia de rearmar una novela desde la escritura y la complicidad de la lectura. Como dice Rosa Beltrán, en “Once razones para seguir leyendo Rayuela y dos para pensárselo”: “Porque hace estallar el orden convencional de la novela sin dejar de ser una novela.”
El resultado ha sido deslumbrante, cortazariano: una lectura plástica de Rayuela, la novela convertida ahora en cinco libros de arte colgados en una pared, con incontables posibilidades de combinaciones para hacer de esas cinco rayuelas, como le gustaba a Cortázar: todas las rayuelas, la rayuela.
Los curadores, Cuéllar y Passarge, se preguntan, nos preguntan: ¿cuántas combinaciones podemos armar con cinco artistas por cada una de las once casillas de la rayuela? Y la pregunta queda flotando para algún matemático que quiera encontrar el resultado. Mientras tanto, los lectores volvemos sobre la interrogante inicial de Rayuela: ¿Encontraría a la Maga? Esta interrogante, cuya condición de “inicial” está en duda por el propio planteamiento de lectura de la novela, sin embargo, no alcanza la respuesta matemática: se trata de una incertidumbre vital. ¿Queremos todavía encontrar a la Maga? En el texto ya citado de Rosa Beltrán, la segunda razón para pensárselo es: “Porque si Oliveira es el ideal de pareja, la Maga, muda y expectante —amada inmóvil que deja morir a Rocamadour— levanta sospechas.”
Contemplo “La Tierra”, de Vicente Rojo (técnica mixta/tela/madera, 35 x 90 cm), de una de las rayuelas. Bermellón y variantes, y negro. Superficie rugosa; cinco líneas capaces de crear espacios terrígenos para un comienzo. Y miro “Cielito lindo”, de Jordi Boldo (mixta/tela/madera, 35 x 90 cm), juguete mexicanísimo de nubes como algodones y firmamento de tonalidades frías. Y, así, cada uno puede ir construyendo su particular rayuela, saltando de un cuadro a otro, de una rayuela a otra, de la novela a la exposición y viceversa, y en todos los juegos hallará, lo que señala Juan Villoro para Rayuela en otro de los textos que acompañan la propuesta plástica: fuerza sensual del lenguaje, sentido del humor y la juguetona disposición de los capítulos. En todo caso, al decir del mismo Villoro, cada rayuela propia es “un fetiche, un talismán del tiempo”.

La exposición estuvo en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, del Fondo de Cultura Económica, de Bogotá, desde el 11 de marzo al 27 de abril de 2014.

La exposición “De la tierra al cielo: 100 años con Julio Cortázar” es una propuesta para leer Rayuela en clave de obra plástica. Pero también es una invitación para releer la novela y volver a sentir las resonancias de aquel orgásmico Capítulo 68: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes.” O sentir que se nos eriza la nuca al volver sobre las últimas líneas del Capítulo 32: “Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete...”. Y, como Sandra Lorenzano, en el texto “Mi Rayuela”, aceptar nuestro deseo inconfesable: “Quise ser Julio Cortázar y enamorarme en Paris de las palabras, y de las mujeres, y de las calles, y del jazz… Quise dejar una piedra en la tumba de Montparnasse y llorar ahí toda la vida.”


jueves, abril 17, 2014

La muerte y su ritual maravilloso


En La Cueva, en Barraquilla, 24 de julio de 2012.
           Úrsula Iguarán murió en un día similar al que murió Gabriel García Márquez: “Amaneció muerta el Jueves Santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios.” (Cien años de soledad [1967], 42da. ed., Buenos Aires, Sudamericana, 1974, p. 291) Las casualidades son más propias de la vida que de la literatura pero en este caso, como en un ceremonial de lo real maravilloso, se han combinado la vida y la literatura para la casualidad de la muerte. Y, sin embargo, García Márquez y Úrsula Iguarán vivirán como personajes de una realidad literariamente vital.
Existen, además, dos memorables momentos de muerte en Cien años de soledad. El uno, es la muerte de José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo. Una mañana, Úrsula ve acercarse a Cataure, el hermano de Visitación que había huido de la peste del insomnio, quien le dice: “He venido al sepelio del rey”. Entonces entran a la habitación de José Arcadio, pero él ya se había quedado para siempre junto a Prudencio Aguilar, en un cuarto intermedio, creyendo que se trataba del cuarto real. “Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” (p. 125)
La otra muerte, por supuesto, es la del coronel Aureliano Buendía. Cuenta García Márquez que, durante la escritura de la novela, no se atrevía a matar al personaje hasta que una tarde pensó: “Ahora sí se jodió”. Y dice que subió temblando al segundo piso, donde estaba su mujer, Mercedes Barcha: “Supo lo que había ocurrido cuando me vio la cara. ‘Ya se murió el Coronel’, dijo. Me acosté en la cama y duré llorando dos horas.” (El olor de la guayaba, conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, Bogotá, La Oveja Negra, 1982, p. 34). Esa tarde había llegado el circo a Macondo y el coronel vio pasar una mujer vestido de oro sobre un elefante, un dromedario triste, un oso bailarín, payasos haciendo maromas. Cuando terminó el desfile circense, el coronel se dio cuenta de su miserable soledad. “Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño.” (p. 229)
En Cien años de soledad la muerte está desdramatizada y es narrada como otro acontecimiento más de la vida; cuando se trata de los personajes queridos del autor, esa muerte está enmarcada en una ceremonia de lo real maravilloso que conmociona al lector.
He visto en los periódicos la foto de García Márquez en las afueras de su casa en México DF, con un ramo de rosas amarillas, el 6 de marzo de 2013, en su cumpleaños 86: es la imagen celebratoria de quien vivió durante sus últimos años atormentado por la peste del olvido que asoló a Macondo, y que será para la vida el escritor que transformó el lenguaje de nuestras letras y recuperó para la memoria de nuestra América las historias de esa realidad mágica y maravillosa de la que somos conscientes gracia a él.

sábado, marzo 15, 2014

Cuento ecuatoriano en Cuba


       
Los registros en los que el amor y el desamor se expresan son amplios y diversos. Abarcan y atraviesan la casi totalidad de los sentimientos del ser humano. En tales registros quedan grabados para la memoria de los cuerpos: las entregas y los egoísmos, las generosidades y las miserias, el éxtasis y la desolación, la realización plena de Eros y los fracasos del deseo, la incursión de la crítica social desde las subjetividades afectivas y la alienación posmoderna, etc. Es por ello que, para la realización de una muestra del cuento ecuatoriano contemporáneo, he escogido un hilo conductor de estos cuentos que muestren a los lectores el amplio espectro de la vida y el mundo, tal como la ven los escritores y las escritoras de Ecuador.
            La literatura ecuatoriana, y en general nuestra cultura diversa, está siendo conocida aún más como resultado de que el país, en su transformación política, económica y social, ha pasado a ser protagonista de un cambio de era en la escena mundial. El gobierno de la Revolución Ciudadana ha estado trabajando en estos años por nuestra segunda independencia, luchando, en conjunto con los países de la ALBA contra la hegemonía del Imperio —el complejo militar-industrial-financiero que no tiene patria pero cuyo dominio es custodiado por esa policía del mundo que son hoy los Estados Unidos—; ha recuperado el sentido de justicia social basado en la supremacía del ser humano por sobre el capital; en definitiva, ya no solo nos están conociendo sino también reconociendo por mantener para beneficio de todos los pueblos del país, esa patria que hemos recuperado. De ahí que Ecuador tiene una nueva y diferenciada voz en el concierto mundial.
            Esta muestra, construida desde la temática general de amor, es diversa en edades de los escritores, en sus tendencias literarias, en su visión del mundo. Así, he tratado de ofrecer a los lectores, sobre todo a aquellos que no están familiarizados con la literatura ecuatoriana, un abanico de expresiones estéticas. Pero, al mismo tiempo, los lectores se encontrarán con esa mirada de entre siglos atravesada por el sentido posmoderno de la hibridez. Estos cuentos, en síntesis, constituyen una visión múltiple de la realidad, su interpretación y su transformación en literatura.
            El sentido de lo contemporáneo está dado por el tiempo de escritura de los textos: todos los cuentos, aún aquellos de los autores de mayor edad, fueron publicados entre el último cuarto del siglo que pasó hasta años recientes del presente. Ciertamente, los autores escogidos tienen distinto nivel de madurez en el conjunto de su producción literaria, pero los cuentos seleccionados para esta muestra gozan de una calidad homogénea que augura, desde los escritores jóvenes, muy buena salud para las letras ecuatorianas. Por tanto, quienes lean este muestrario de cuentos se encontrarán con una producción literaria actual y de gran factura de la narrativa de Ecuador.
            Esta muestra del cuento ecuatoriano Amor y desamor en la mitad del mundo (La Habana, Arte y Literatura, 2014) está organizada en cuatro secciones: “Sonrisas después del festín”, “Obstinación de piel”, “Corazones de extraños designios” y “Fiesta encendida de cuerpos”. Fue preparada especialmente para el disfrute de los cientos de miles de lectores que, cada año, acuden a la Feria del Libro de La Habana, que, en su edición XXIII de 2014, consideró a Ecuador como el país invitado.
            Leer la literatura de un pueblo es una manera de conocerlo en sus maneras diversas de aproximarse a la realidad y a los sueños; en sus maneras de recordar y de inventar; en sus formas de amar y desamar; y también en sus propuestas para transformar al mundo y convertirlo en lenguaje. Espero que la lectura de esta muestra de la narrativa corta de Ecuador contribuya a un mayor acercamiento de nuestros pueblos y, por tanto, a un mejor conocimiento de los mismos; de tal forma que continuemos, también desde la literatura, en el camino que requiere la profundización del sentido martiano de Nuestra América.

sábado, marzo 08, 2014

Mujer para mi libertad




¿Cómo declararte mis ganas de ti, Paulina Rubio, si en la página siguiente de Vanidades, Shakira está cantando con el ombligo más desnudo que la alegría de tus piernas largas? Te miro, Britney Spears, subiéndote a un carro al salir de una discoteca, y las fotos pirateadas en los blogs revelan que debajo de tu falda no llevas nada más que tu pubis de ángel al natural. Te persigo para colgar en Youtube el archivo sobre tu ocio sensual y escandaloso, Paris Hilton, heredera y presidiaria, tan inútil como desfachatada. ¿Cómo decirte, desnudez errante, que estás fundida a mi pupila si eres un cuerpo que se transfigura en otros cuerpos que terminan difuminados y que no me dejan ver el cuerpo junto a mí que me acaricia? Toda la sensualidad del Mediterráneo se dibuja en tus labios, Penélope Cruz, gitanilla domada por las noches glamorosas de Hollywood. ¡Ay, Alejandra Azcárate, ángel terreno, crucificada en Soho por la fe sacrílega de los hombres! Te convertiste en muñeca de vitrina, Sharon, la hechicera, me arrastraste hacia el deseo de tus pechos dulces y Vistazo te hizo la más deseada del país. Imágenes de mujer que estallan en mis ansias, mujer de imágenes por la que estallo. Años atrás te llamabas Marilyn Monroe, vestida con sólo unas gotas de Channel # 5 para la foto de calendario tomada sobre sábana escarlata aquel glorioso 1949, pero te llevaste la vida por delante antes de que la vida te marcara el rostro como lo hizo con B.B., la mujer creada por ese dios terrenal llamado Roger Vadim.
Abrazo la nada de tu belleza virtual, mujer que cada día vistes un rostro distinto, subida en un par de tacones lejanos de mí. En la imagen mutante que me esclaviza soy apenas esos zapatos abandonados; mas, me libero de aquellas imágenes para entregarme a ti, simplemente María que yaces bajo mi pecho. Acostado sobre ti, con tus piernas que me envuelven, se desvanecen todos esos cuerpos de nube y los tacones de aguja de tus zapatos —que es lo único que llevas puesto, María— rozan con pasión mis flancos. Entonces, amor, abrazo el todo de tu piel extendida para mi libertad.

De Pubis equinoccial (Bogotá, Mondadori, 2013)

sábado, marzo 01, 2014

El único acto de la vida sin atenuantes es el suicidio



            Estremecedor. ¿Sirven las palabras de la crítica literaria para abordar un libro vital, atravesado por la verdad definitiva de la muerte? Un testimonio que conmueve y por el que vale la pena llorar. ¿Qué palabras deben ser usadas para comentar el texto que permite llevar el duelo de una madre ante la muerte voluntaria de su hijo? Un amor desgarrado por la pérdida. ¿Cómo escribir sobre lo que es imposible de ser nominado sin caer en expresiones que resulten superficiales frente a lo irreversible? Finalmente, el único acto de la vida sin atenuantes es el suicidio.
            En el “Envío” de la última página del libro, Piedad Bonnett escribe como si en ese mensaje a su hijo Daniel, que ya no es pero permanece, viajara un postrero aliento de vida: “Yo he vuelto a parirte con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.” (p. 131)
            Es como si a través de la escritura, la poeta se desprendiera del cuerpo sufriente de su hijo y, al mismo tiempo, lo convirtiese en una memoria a la que ya no puede alcanzar el tormento indecible de la esquizofrenia. La decisión de donar el cuerpo del hijo, horas después de la muerte de Daniel, resulta un acto racionalmente solidario en medio de ese instante de duelo solitario que es la confrontación contra lo irreversible. Responder a las preguntas administrativas de quien lleva a cabo la tarea de solicitar el cuerpo de quien fue, termina siendo la dación de la última posibilidad de vida: “Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía.” (p. 24)
            Este libro tiene la dureza, alivianada por el amor, del enfrentamiento a lo que no puede ser aplacado con las “mistificaciones literarias”. Y lo más terrible es la manera cómo nos enteramos del sufrimiento familiar que acarrea una enfermedad mental que carece de cura. La poeta va desgranando la complejidad de la vida de su hijo, con su hijo. Algunos episodios significativos de esa vida son contados con la firmeza de lenguaje de quien se enfrenta a la única posibilidad de encender una palabra que desvanezca la oscurana del olvido. Pero la poeta no se da tregua porque la muerte no es la paz: “Daniel no descansa porque no es. Lo que hacíamos corresponder con ese nombre se ha disuelto, ya no puede experimentar nada.” (p. 28)

De la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett. Sala Débora Arango, CCGM, Bogotá.
             Y, el hijo que ya no es, fue un artista que dejó una incipiente obra de dibujos y pinturas, en estos tiempos signados por la novelería efímera del espectáculo, en que los profesores de arte se empeñan en predicar que “la pintura ha muerto”. La tarde del sábado 18 de enero de este año, visité la exposición Embozalados y autorretratos, de Daniel Segura Bonnett, en la sala Débora Arango del Centro Cultural García Márquez, en Bogotá. Fue una visita en solitario que me permitió contemplar en aquellas obras el espíritu atormentado, no por la enfermedad, sino por la búsqueda expresiva de todo creador: es la obra de un autor en ciernes, lúcido y dueño de ese indescriptible don que poseen los artistas auténticos. Los perros rottweiler de la serie embozalados parecen atragantados por un silencio cargado de historias que el espectador debe imaginar: la fuerza expresiva de la pintura es similar a la fuerza misma de los rottweiler. Los autorretratos, asimismo, sobrellevan el silencio de unos labios sin la mínima indicación de que pudiesen pronunciar palabra alguna y una mirada que parece esconder la tristeza más profunda del mundo. El silencio perfecto del ruido que bulle en el interior del artista: la pintura vive. Pero, como reflexiona su madre: “¿Quién puede detener a un hombre, de cualquier edad cuando ha decidido terminar con su vida?” (p. 89)
            La poeta Bonnett no deja de hacerse algunas de las preguntas que atormentan a quienes sobreviven al suicida: “¿De qué tamaño es el dolor de quien se despide de sí mismo?”.  Es como hurgar en una herida con instrumentos esterilizados. Después de todo, el hijo fue un joven que amó su cuerpo. “¿Sintió dolor al saber que lo abandonaba, que se abandonaba para siempre?”. Y es también como si en la escritura fuese comprobada la frustración del hijo ante la presencia de una enfermedad que lo sumía en la imposibilidad de dominar ese cuerpo, “que lo traicionaba, que lo agredía, que lo exponía al miedo, a la confusión, al delirio…” (p. 117)
            Daniel Segura Bonnett se suicidó en Nueva York, el 14 de mayo de 2011, lanzándose desde la terraza del edificio de cinco pisos en donde vivía: “En estos casos, trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender.” (p. 18) La poeta Piedad Bonnett, su madre, expone su espíritu doliente con el pudor de la confesión en Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), testimonio de un duelo, escrito con el estremecimiento de una palabra honda, auténtica y trágicamente bella. La escritura es también otra manera de sobrellevar una pérdida.